La Biblia: ¿el libro prohibido?*
Versión mayo 1999
David Estrada Herrero**
La Biblia ha sido caracterizada de muy diversos modos. Muy especialmente: como revelación de Dios al hombre; como libro religioso de los cristianos (y en su primera parte, por lo que se conoce como Antiguo Testamento, también libro religioso de los judíos); como el libro más influyente en la vida y cultura de occidente; como el libro más leído en el mundo, el más traducido y citado y del que se han impreso el mayor número de ejemplares —de hecho fue el primer libro impreso en letras de molde, en la conocida edición de Gutenberg, del año 1456—. Resulta curioso, extraño y desconcertante a la vez, que este libro, fundamento de la fe cristiana y principio de inspiración ética, social y cultural de occidente, en el curso de la historia y en el ámbito geográfico de su lugar de influencia, se haya visto sometido a severas censuras y prohibiciones. Estas prohibiciones y censuras han sido de dos tipos: por un lado han sido directas —bajo las cuales se contemplaban sentencias de privación de libertad e incluso de muerte— y, por otro lado, han sido prohibiciones indirectas, en las que bajo pretextos de libertad de pensamiento y madurez cultural, se ha pretendido apartar la Biblia del campo de lectura del hombre de hoy. Veamos, brevemente, estos dos tipos de prohibición.
1. Prohibición directa. A partir del siglo XVI, la Iglesia Católica —en teoría depositaria de la revelación bíblica—, en un intento de frenar el desarrollo y progreso de la reforma protestante, prohíbe la impresión y distribución de la Biblia en versiones vernáculas. Por aquel entonces los reformados españoles ya habían hecho espléndidas traducciones de la Biblia al castellano. Juan de Valdés había puesto en preciso y hermoso castellano el libro de los Salmos, la Epístola de San Pablo a los Romanos y la primera carta a los Corintios. En 1543, en Wittenberg, Francisco de Enzinas tradujo el Nuevo Testamento. Juan Pérez de Pineda, rector que había sido del Colegio de la Doctrina Cristiana de Sevilla, tradujo también el Nuevo Testamento y los Salmos —según Menéndez y Pelayo: la mejor traducción que existe en lengua castellana—. En 1569 se publicó la versión completa de la Biblia realizada por Casiodoro de Reina —traducción que aparecería revisada por Cipriano de Valera en 1602—.
Estas traducciones de la Biblia se convirtieron en el blanco de las prohibiciones católicas y en motivo de las iras pirómanas de la Inquisición. Tampoco se libró de la quema la traducción de la Biblia Vulgata al valenciano lemosín dirigida por Bonifacio Ferrer —religioso cartujo y hermano del milagrero santo— de 1478, y que fue destruida por la Inquisición en 1498. Del éxito de esta política represiva de la página impresa dan fe las numerosas hogueras encendidas en Sevilla, Valladolid y otras ciudades, en las que se quemaron gran cantidad de Biblias y libros reformados. Durante casi tres siglos España vivió en total ignorancia de las Escrituras. La Biblia llegó a ser un libro desconocido. Cuando a mediados del siglo pasado Jorge Borrow, bajo el patrocinio de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, llega a España para distribuir la Biblia, al ofrecer las Sagradas Escrituras al librero más importante de Cádiz, éste le espetó: "Señor, este libro no se conoce por estas tierras; no se vendería". Las andanzas de Borrow por tierras y cárceles españolas se recogieron en su célebre libro La Biblia en España, traducido al castellano por don Manuel Azaña —el que fuera primer ministro socialista—. ¡Extraña paradoja! España, que en su Universidad de Alcalá —cuna de la Políglota,— tuvo el centro europeo más importante de estudios bíblicos, terminaría prohibiendo la lectura de la Biblia.
¿Qué fue lo que motivó dicha prohibición? Evidentemente: una cuestión de autoridad. En contra de la tesis reformada de la autoridad última de la Biblia, y de que las propias Escrituras establecen por ellas mismas las pautas correctas de interpretación, la Iglesia Católica se atribuía el exclusivo magisterio interpretativo de la Biblia. Y así, en las disposiciones de la IV Sesión del Concilio de Trento se declara que "a la Santa Madre Iglesia atañe juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas". En contra de las propias palabras de Jesús en favor del estudio de las Escrituras (Jn. 5: 39), y de la amonestación paulina de profundizar en las Sagradas Escrituras como fuente de sabiduría salvífica y de perfección de vida (2 Ti. 3: 15-17), Roma, por encima de la autoridad bíblica, colocaba la autoridad de un magisterio eclesial infalible. En tiempos recientes, la actitud de la jerarquía católica sobre la lectura de la Biblia se ha "protestantizado", y así, por ejemplo, en el Segundo Concilio Vaticano, se insta a los católicos para que lean y estudien la Biblia. Es incluso frecuente la formación de comisiones católico-protestantes para llevar a término versiones interconfesionales de la Biblia.
2. Prohibición indirecta. Esta forma de prohibición es mucho más alambicada y sutil que la anterior. Se funda en el desprestigio y el descrédito. Apela a la "madurez" racional y cultural del hombre contemporáneo y a los amplios y profundos descubrimientos de la ciencia. Se afirma que la lectura y aceptación de la Biblia, como libro de infalible autoridad divina, repugna a la madurez de un individuo que ha superado ya los estadios oscuros de una cultura mítica. En esta pretendida madurez del hombre de hoy se esconde uno de los sofismas más engañosos de nuestro tiempo. En su agudísimo libro The Screwtape Letters, C.S. Lewis mantiene que el hombre de hoy ya no actúa bajo la influencia de la argumentación racional, sino que se mueve al compás de la jerigonza de moda. Ya no es cuestión de perder tiempo intentando probar que el materialismo es verdadero —argumenta Screwtape, el diablo viejo—, sino de que se acepte que el materialismo es "lo valiente, lo que tiene peso y fuerza y que constituye la filosofía del futuro". Se trata de hacer creer al hombre de hoy que lo que él sabe y conoce se fundamenta en la moderna investigación", y de que como "hombre maduro" está ya plenamente inmerso en "la vida real" —pero que, sobre todo, no pregunte qué es lo que se entiende por "vida real—".1 Bajo la creencia, pues, de que participa de una cultura desarrollada y científica, el hombre de hoy se pliega a la "dignidad del saber moderno" y hace suyo el dictamen negativo de la moderna investigación sobre la Biblia.
"La moderna investigación" establece las bases sobre las cuales los contenidos de la Biblia deben ser cuestionados y rechazados. La "moderna investigación" diluye lo divino en humano y lo religioso en una mera experiencia precientífica de la realidad. El dixit de la ciencia y los "resultados de la moderna investigación" se revisten de una infalibilidad incuestionable. Desde una prepotencia inapelable, "la ciencia y los resultados de la moderna investigación" dejan en el aire las reivindicaciones bíblicas y el sobrenaturalismo cristiano. Lejos de ser un "libro divino", la Biblia se convierte en un documento humano, falible y plagado de errores. La doctrina bíblica de la creación es sustituida por la teoría de la evolución —que deja de ser teoría para imponerse como axioma—. Los relatos y acontecimientos sobrenaturales del texto bíblico son interpretados en clave positivista y naturalista. Incluso la resurrección de Jesús es explicada como un fenómeno psicológico de victoria sobre la muerte originado en la conciencia y vivencia religiosa de la iglesia primitiva. El filósofo Karl Jaspers no comparte esta actitud de la ciencia hacia la fe revelada, y de un modo claro lo expresa en estos términos: "...la aceptación del conocimiento científico no es, en modo alguno, la muerte de la fe revelada, ya que ésta no es alcanzable por el conocimiento científico, por el que no es ni tan siquiera tocada".2
En esta campaña contra la autoridad de la Biblia se halaga al individuo por no vivir ya en un pasado obscurantista, y con eso de que participa de una edad de luces y conoce los "resultados de la moderna investigación", ante la mera formulación de interrogantes sobre la Biblia, su automática reacción es de incredulidad y rechazo. Más que convencer con argumentos, la moderna crítica busca confundir con interrogantes. De lo que se trata realmente es de crear estados permanentes de duda. No ejerce aquí la duda una función metódica para llegar a la verdad —tal como pretendía Descartes—, sino que, lejos de ser un medio, constituye un fin en sí misma. Lo que se persigue con la polvareda de interrogantes es el logro de estados permanentes de duda. Lo que se defiende es la duda —no para llegar al conocimiento, sino para conseguir un estado anímico de duda permanente—. Podríamos incluso hablar de una apologética de la duda.
Satanás, el padre de toda mentira y falsedad, fue el iniciador de la apologética de la duda con aquella su pregunta a Adán y Eva: "¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?" (Gn. 3:1). Recientemente las revistas Time y Newsweek —las de mayor tirada mundial—, nos han ofrecido un claro y popular ejemplo de apologética de la duda. En la portada de su número de Navidad, la revista Time preguntaba: "¿Es la Biblia realidad o ficción?"3. En las páginas interiores se preguntaba: "¿Son verdaderas las historias de la Biblia? ¿Fue Abraham un mito? ¿Ocurrió el Éxodo? ¿Existió Moisés? ¿Conquistó Josué la ciudad de Jericó?". En su número de Semana Santa, el artículo de fondo de Time se centra en la historicidad de Jesús y pregunta: "¿La verdad del evangelio?"4. En dicho escrito se recogen los resultados de un reciente seminario sobre los evangelios, en el que se declaraba que "muy poco del Nuevo Testamento es fiable". Con lo cual, preguntaban los autores del reportaje, "¿qué es lo que pueden creer los cristianos"? (¿los más de dos mil quinientos cristianos que se estima hay en el mundo?).
Con el logro de estados de duda se consigue paralizar la capacidad pensante del individuo: se le convence de que detrás de la densa polvareda de interrogantes que se han levantado sobre la Biblia, cualquier intento de encontrar la verdad resulta vano. Por otro lado, en una sociedad superficial e intelectualmente perezosa como la nuestra, los estados de duda justifican la marginación de lo espiritual y trascendente en la vida, y propician la cómoda instalación del individuo en el hedonismo e inmediatez de la existencia moderna. En tanto, pues, que los contenidos de la Biblia se enmarcan en densas y negras nubes de interrogantes, la Biblia es un libro desacreditado, un libro prohibido. En esta negra nube de interrogantes sobre la Biblia se encuentran nombres de pueblos, ciudades y reyes de los cuales, se dice, no hay referencia alguna en los documentos históricos griegos y romanos; de ahí, pues, el escepticismo sobre la veracidad de los datos y narrativos bíblicos. Pero también en este tema, como en muchos otros que tienen que ver con la Biblia, la mente humana se ha movido en el error: las excavaciones recientes demuestran, una vez más, que la Palabra de Dios es verdad —o, como dice Werner Keller, en su célebre libro, que "la Biblia tenía razón"—5.
Veamos algunos ejemplos de hallazgos arqueológicos que ponen de manifiesto que los "descubrimientos de la ciencia", lejos de negar la autenticidad bíblica, de hecho la confirman. Según Génesis 11:31, Ur de los caldeos fue el lugar de procedencia del patriarca Abraham. El hallazgo de las ruinas de esta antigua ciudad sumeria, a orillas del Éufrates, es muy reciente. De una manera seria y ordenada las excavaciones empezaron después de la Primera Guerra Mundial, bajo la dirección de H.R. Hall, del Museo Británico, en colaboración con profesores de la Universidad de Pennsylvania, y se realizaron sobre el terreno de lo que hoy es Tall al-Muqayyar, al sur del Irak. Desde 1922 a 1933, y bajo la dirección y supervisión de Sir Leonard Woolley, la ciudad de Ur de los caldeos nos ha abierto la puerta de los secretos de su interesantísima historia.
Las referencias a Sodoma y Gomorra han sido ya de antiguo blanco de crítica y motivo de escepticismo, tanto por la severidad del castigo de Dios sobre un pecado contra naturaleza, como por el medio utilizado para llevarlo a término. Según el texto bíblico: "Entonces Jehová hizo llover sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y fuego de parte de Jehová desde los cielos; y destruyó las ciudades, y toda aquella llanura, con todos los moradores de aquellas ciudades, y el fruto de la tierra. Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal" (Gn.9:24-26). Como dice el texto bíblico, estas ciudades, juntamente con las de Adma, Zeboim y Zoar, estaban "en el valle de Sidim, que es el Mar Salado" (Gn. 14:2-3). Las aguas del Mar Salado, o Mar Muerto, contienen un 25% de sales —especialmente de cloruro sódico— y el fondo del mar registra gruesos sedimentos de sales, petróleo y diferentes gases. En opinión de los arqueólogos W. F. Lynch y Jack Finegan, así como de los geólogos que les acompañaron en sus investigaciones, alrededor del año 1900 a.C., Sodoma y Gomorra, las ciudades de la llanura, fueron destruidas y hundidas en las profundidades del mar como resultado de un fuerte terremoto, acompañado de grandes explosiones volcánicas que con sus gases ocasionarían "la lluvia de azufre y fuego" de la que nos hablan el texto bíblico. Los cráteres y restos volcánicos de la parte alta del valle del Jordán, así como las profundas fallas de la árida región de Basán, con su aspecto apocalíptico y desolador, son testimonio elocuente de la catástrofe que registra el texto bíblico. Incluso hoy en día, en las pequeñas colinas al sur de la actual región de al-Lisân, se levantan gran número de formas salubres que se asemejan a estatuas humanas de sal.
También la Biblia nos habla de la historia de José y de su estancia en Egipto. Sin embargo los documentos y anales antiguos del país del Nilo guardan un extraño silencio de un siglo sobre lo ocurrido en Egipto a partir del año 1674 a.C. ¿Qué había acontecido? Por primera vez en su historia milenaria, los egipcios habían sufrido la invasión de un pueblo extranjero: los hicsos —pueblo semita, ganadero y nómada, que introduce en Egipto el carro y el caballo—. Según el testimonio del historiador egipcio Manetón, que en el siglo III a.C. bajo el reinado de Tolomeo II Filadelfo, escribió en griego una historia de Egipto, los hicsos invadieron las tierras del Nilo y con gran crueldad sometieron a la población a un yugo foráneo, instaurando la decimoquinta dinastía. Este periodo histórico se corresponde con el narrativo bíblico sobre José. Según el relato del Génesis, una vez José hubo interpretado el sueño a Faraón, éste le dijo: "Tú estarás sobre mi casa, y por tu palabra se gobernará todo mi pueblo; solamente en el trono seré yo mayor que tú. Dijo además Faraón a José: he aquí yo te he puesto sobre toda la tierra de Egipto. Entonces Faraón quitó su anillo de su mano, y lo puso en la mano de José, y lo hizo vestir de ropas de lino finísimo, y puso un collar de oro en su cuello; y lo hizo subir en su segundo carro" (Gn. 41:40-43). Nótese lo que se nos dice en el pasaje bíblico: el Faraón hizo subir a José en su segundo carro. Aquí se indica una forma protocolaria hicsa: en el primero de los carros subía el soberano, y en el segundo subía el segundo dignatario más importante del reino.
La Biblia nos presenta a José como un gran organizador y administrador. La construcción de un gran canal al sur de El Cairo, en la fértil región de el-Faiyum, según la antigua tradición egipcia, se debió a Yusuf —el bíblico José—. Por intercesión de José, el Faraón concede a los hijos de Israel permiso para instalarse y ocupar la rica región de Gosén. Este asentamiento de los Israelitas en Egipto fue posible bajo el mandato de dinastías hicsas; las dinastías autóctonas no hubieran permitido que ningún extranjero, hijo del desierto, hubiera podido ser el segundo del reino —tal como llegó a ser José—, ni hubiera dado las más fértiles tierras del Nilo a los israelitas. A pesar de la escasez de documentos históricos que nos han llegado de la hegemonía hicsa en Egipto, se han encontrado papiros de la época que contienen disposiciones legales autorizando el asentamiento de israelitas en Per-Atum —el Pitón bíblico— y otras localidades de Gosén. A fin de conservar el cuerpo de Jacob, para su posterior inhumación en tierra de Canaán, "José mandó a sus siervos los médicos que embalsamasen a su padre; y los médicos embalsamaron a Israel" (Gn. 50:2). No era el embalsamiento práctica de los hijos de Israel ni de los cananeos; pero el recurso a dicha práctica, en el caso de Jacob y más tarde en el del propio José, demuestra cierto grado de identificación con las costumbres de la tierra de emigración. Bajo los hicsos, los descendientes de Jacob conocieron una gran prosperidad: "habitó Israel en la tierra de Egipto, en la tierra de Gosén; y tomaron posesión de ella, y se aumentaron, y se multiplicaron en gran manera" (Gn. 47:27).
La prosperidad que en todos los órdenes disfrutaron los israelitas en tierras del Nilo, terminaría tiempo después con la subida al trono de un nuevo faraón. Según el texto bíblico, se levantó sobre Egipto un nuevo rey que no conocía a José y trató a los hijos de Israel con dureza y pesada servidumbre. Se trataba de Seti I (1318-04). A su muerte ocupó el trono Ramsés II, tercer monarca de la XIX dinastía, y uno de los faraones que gobernó durante más años en Egipto: desde el año 1304 al 1237 a.C. La historia está llena de las hazañas guerreras de este faraón y de sus ambiciones constructoras; pero también este periodo histórico coincide con el portentoso obrar de Dios en la liberación del pueblo escogido para el cumplimiento de sus designios soteriológicos. Al opresor Ramsés II, Dios levanta a Moisés, el libertador de Israel. Bajo el ropaje histórico de unos grandes personajes y de unos portentosos hechos, se nos desvelan los escondidos secretos de Dios para la salvación del hombre. Con la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, la soteriología divina adquiere una clara simbología espiritual, que centrará toda su significación en la liberación del hombre de la más terrible de todas las esclavitudes: la del pecado —liberación que llevará a término el Mesías, "el esperado de las naciones"—. También aquí el marco histórico de los relatos bíblicos dejan tras sí una rica evidencia arqueológica.
Según el testimonio de William Foxwell Albright (1891-1971), uno de los más grandes arqueólogos de nuestro tiempo —y durante muchos años director de "La American School of Oriental Research", de Jerusalén—, la descripción del terreno, la geografía y topografía que nos presenta el libro del Éxodo es completamente exacta. También la cronología armoniza con los datos históricos del tiempo. En su huida de Egipto, el pueblo de Israel no siguió la ruta de Gaza, el camino que bordeaba el mar y era más corto, sino que se desvió hacia el sur, a través de la península del Sinaí. El camino de Gaza, en territorio filisteo, ofrecía muchos peligros para los israelitas. Desde Pi-Ramsés, ciudad que para el faraón habían construido los israelitas esclavizados, y cuyas ruinas han sido halladas, el pueblo escogido cruzó milagrosamente el Mar Rojo y emprendió su larga peregrinación por el desierto. En el Sinaí, y después del milagro de las codornices, el maná y el agua de la roca, el pueblo, a través de Moisés, recibe la Ley (Éx.31:18). Mientras Moisés está en lo alto del monte, en el llano el pueblo, contaminado por la idolatría del lugar, hace para sí un becerro de fundición y lo adora (Éx. 32). En julio de 1990, un equipo de arqueólogos de la Universidad de Harvard, dirigidos por Lawrence Stager, en la localidad de Ashkelon, y dentro de una vasija de cerámica, encontró un antiquísimo becerro de bronce y plata, muy bien conservado, que se cree respondía al modelo utilizado por las israelitas para fundir su becerro de oro.
En su larga marcha hacia la Tierra Prometida, y ya bajo el liderazgo de Josué, los israelitas cruzan el Jordán y conquistan la ciudad de Jericó. Después de dar vueltas alrededor de los muros de la ciudad durante siete días, al son de las bocinas y de los gritos del pueblo, el muro se derrumbó (Jos. 6). La búsqueda de los restos de Jericó, lo que es hoy Tall-as-Sultân, ha constituido el propósito apasionado de muchos arqueólogos. Se han descubierto restos de dos círculos concéntricos de murallas, con un grosor de tres metros y una altura que en algunos tramos llegaría a los diez metros. Algunos estratos de los muros son antiquísimos, razón por la cual la ilustre arqueóloga inglesa Kathleen Kenyon consideró la ciudad de Jericó como la más antigua del mundo. Parece ser que, efectivamente, algunos restos de las murallas se desplomaron de una manera súbita sobre el lado correspondiente al interior de la ciudad. Por lo demás, abundan también masas compactas de ladrillos y piedras ennegrecidas, maderamen carbonizado y cenizas por doquier. La cual cosa también parece confirmar el testimonio bíblico de que la ciudad, y todo lo que en ella había —con excepción de la plata, el oro y los utensilios de bronce y de hierro— fue totalmente destruida por el fuego de los conquistadores hebreos (Jos. 6:24).
En su conquista de Canaán los israelitas tuvieron como enemigos a los temibles filisteos. También en esto el testimonio bíblico se ha visto corroborado por las investigaciones históricas y arqueológicas. El origen de los filisteos es la isla de Creta. En el libro de Amós 9:7, leemos: "¿No hice yo subir a Israel de la tierra de Egipto, y a los filisteos de Caftor"? Caftor es la Creta mediterránea, la Micenas de la exquisita cerámica y de los secretos de la fundición de metales. Provistos de armas modernas, gracias a la gran técnica de fundición del hierro y otros metales, retan constantemente a los israelitas el dominio de la tierra de Canaán. De todo esto la información que nos proporciona la Biblia es abundante y también viene corroborada por los descubrimientos arqueológicos. Así, por ejemplo, se han encontrado importantes restos arqueológicos de Silo, la ciudad que Israel había construido para guardar el arca y que fue destruida por los filisteos (1Sam,4:2-11; Jos.18:1; Jue. 21:19; Jer.7:12). También sobre los pasajes que nos mencionan nombres de ciudades y relatos históricos diversos que tienen que ver con los reinados de David y Salomón, el testimonio arqueológico no hace más que confirmar la exactitud de los datos bíblicos. Y lo mismo puede decirse de los relatos sobre Judá e Israel una vez se divide el reino a la muerte de Salomón.
Dejemos aquí las referencias arqueológicas que corroboran la historicidad del Antiguo Testamento, no sin antes poner de relieve el valor arqueológico y paleográfico de algunos de los documentos descubiertos en las cuevas de Qumrân. Ya desde Orígenes se han venido sucediendo los hallazgos arqueológicos de antiguos papiros bíblicos que han confirmado la autenticidad del texto de las Escrituras que poseemos. Sin embargo, tanto por su cantidad como por su importancia, los documentos hallados en las cuevas de Qumrân han marcado un verdadero hito en la verificación y confirmación del texto bíblico. Desde 1947, fecha en que se iniciaron los descubrimientos en esta región del Mar Muerto, cerca de trescientas cuevas han sido excavadas y hallados miles de documentos y fragmentos de papiro que confirman el texto vetotestamentario. Se han encontrado dos copias del libro de Isaías: uno es incompleto, pero el otro contiene todo el libro del profeta, y la copia fue hecha, por lo menos, un siglo antes de nuestra era. Del libro de Daniel —uno de los profetas favoritos de la comunidad de Qumrân— se encontraron siete copias, además de muchos fragmentos. Del libro de Job se hallaron varios documentos: uno de ellos escrito en un hebreo antiquísimo y otro en una traducción aramea. Sobre los demás libros del Antiguo Testamento, con excepción del libro de Ester, el número de documentos hallados es muy abundante y corrobora la autenticidad y fidelidad del texto de la Escritura que nos llegó por transmisión masorética y griega.
La evidencia arqueológica que tenemos sobre el Nuevo Testamento, no es, ni puede ser, tan abundante como la del Antiguo Testamento. La cercanía histórica de los hechos de los Evangelios y de los orígenes del cristianismo no dan para una sedimentación arqueológica tan extensa como la del Antiguo Testamento. La abundancia y antigüedad de los documentos neotestamentarios constituyen, ya de por sí, una prueba sólida de las verdades del Nuevo Testamento. Algunos de estos documentos tocan, por así decirlo, los hechos históricos que relatan. Tanto en los Hechos de los Apóstoles, como en el evangelio que lleva su nombre, Lucas nos brinda una narración de hechos que, tanto desde una perspectiva histórica como geográfica, son ciertos y verificables. Así, por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles 21:27 y ss., Lucas nos dice que, al ver los judíos a Pablo en el templo, dijeron: "Este es el hombre que por todas partes enseña a todos contra el pueblo, la ley y este lugar; y además de esto, ha metido griegos en el templo, y ha profanado este santo lugar. Porque antes habían visto con él en la ciudad a Trófimo, de Éfeso, a quien pensaban que Pablo había metido en el templo". Efectivamente, bajo pena de muerte se prohibía a los gentiles penetrar en el recinto del Templo. En 1871, C.S. Clermont-Ganneau descubrió en Jerusalén una de estas inscripciones en griego que figuraban en los muros de entrada. El texto es el siguiente: "Ningún extranjero puede traspasar este muro que rodea el templo. Si alguien es capturado haciendo tal cosa, a nadie más que a él mismo, deberá agradecer la subsiguiente pena de muerte". A este muro de separación alude Pablo cuando dice que Cristo Jesús derribó la pared intermedia de separación entre judíos y gentiles y de ambos pueblos hizo uno (Ef. 2:13-14). Es importante notar que en la inscripción griega, el verbo diaperao —que significa cruzar, traspasar, pasar de un lado al otro—, en vez de una d tiene una t. Los pueblos semitas, al hablar y escribir el griego, solían confundir estas consonantes dentales. Es por desconocimiento de este hecho que algunos críticos han rechazado la identificación hecha por J. O'Callaghan del papiro 7Q5 (del Qumrân), con Marcos 6:52-53. También en este papiro —que es una copia egipcia— ocurre un cambio consonántico idéntico en el mismo verbo: una t en vez de una d (tiaperásantes en vez de diaperásantes, en el versículo 53). Como se recordará, el papiro 7Q5, con fecha aproximada de mediados del siglo I d.C., es el documento más antiguo que tenemos del Nuevo Testamento, y también aquí la evidencia arqueológica avala la grafología del texto.
El hecho de que Jerusalén sea una ciudad muy poblada y extensa no ha propiciado las excavaciones arqueológicas. De todos modos se ha podido localizar con exactitud el estanque de Betesda (Jn.5:2), bajo una antigua cripta en la que hay una representación de un ángel agitando las aguas. Sobre los lugares donde tuvieron lugar la pasión y muerte del Señor, y a pesar de las construcciones y tradiciones cristianas al efecto, no disponemos de prueba suficientemente sólida para indicar la localización exacta de estos lugares. No hemos de olvidar tampoco que la destrucción de Jerusalén, en el año 70, contribuyó a borrar mucha evidencia arqueológica. Como ejemplo de testimonio arqueológico relacionado con las epístolas paulinas, mencionaremos el de Romanos16:23, donde el Apóstol, desde Corinto, escribe: "Os saluda Erasto, tesorero de la ciudad". En las excavaciones realizadas en esta ciudad en 1929 por T.L. Shear, se encontró una inscripción en una calzada en la que se lee: "Erasto, director de los edificios públicos, de su propio dinero hizo construir esta calzada". Esta calzada es del siglo I, y con toda probabilidad el donante es Erasto, el creyente que menciona Pablo. El arqueólogo E.L. Sukenik, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en 1945 descubrió dos inscripciones en sendas tumbas de lo que se cree constituyó la necrópolis cristiana más antigua de Jerusalén. En una de las inscripciones se contiene una súplica de ayuda dirigida a Jesús; y en la otra se invoca también a Jesús a fin de que los huesos allí depositados puedan un día resucitar de entre los muertos. Estas inscripciones están fechadas en torno al año 50 de nuestra era.6
En los escritos judíos de jurisprudencia religiosa, conocidos bajo el término de Mishnah y que se terminaron de compilar alrededor del año 200 d. C., y en los comentarios del Talmud a estos escritos, aparecen algunas referencias —poco amistosas, por cierto— al cristianismo. Según el testimonio de los primeros rabinos contemporáneos de los orígenes del cristianismo, Jesús de Nazaret fue un transgresor, practicante de la magia, menospreciador de la ley —a pesar de que dijera que no había venido a destruir la ley sino a realzarla—7. Fue colgado al atardecer antes de la Pascua, culpable de herejía y de haber engañado al pueblo. Se menciona el nombre de cinco discípulos de Jesús —quienes en su nombre curaron a los enfermos—. A pesar del tono hostil, en modo alguno se pone aquí en tela de juicio la historicidad de Jesús. Algunas de las expresiones que se utilizan en las referencias a Jesús, directa o indirectamente corroboran el testimonio evangélico. Jesús es llamado Ha-Taluy ("El Colgado"), en referencia a la manera como murió. También se le llama Ben-Pantera ("Hijo de la Pantera"). El nombre "Pantera", contrariamente a lo que algunos han pensado al suponer que designa el nombre de un soldado romano, es una forma griega corrupta de parthenos (virgen). Se alude, pues, aquí a la creencia cristiana en el nacimiento virginal de Jesús8.
El testimonio de Flavio Josefo sobre Jesús tiene un gran valor histórico. Fariseo y descendiente de la casta sacerdotal, nació en Jerusalén hacia el año 37 de nuestra era. Fue nombrado gobernador de Galilea por sus compatriotas judíos, pero en el año 67, defendiendo la plaza de Jotapata, fue hecho prisionero por los romanos, cuyas simpatías supo captarse. Después de la destrucción de Jerusalén, en el año 70, se estableció en Roma, gozando del favor de los emperadores Vespasiano, Tito y Domiciano. Entre sus escritos históricos cabe destacar la Guerra de los judíos y las Antigüedades Judías (en la que pretende darnos una historia de los judíos desde la creación hasta el año 66 de nuestra era). En los escritos de Josefo encontramos unas referencias muy directas a personajes históricos que se mencionan en el Nuevo Testamento: Herodes, Augusto, Tiberio, Claudio, Nerón, Pilato, Félix, Festo, Anás, Caifás, Ananías, etc. La muerte súbita de Herodes Agripa, a la que se alude en el pasaje de Los Hechos de los Apóstoles 12:19-23, la encontramos también referida en Josefo (Ant., XIX, 8.2), aunque, como es de suponer, no se hace mención de una intervención directa de Dios en el hecho. El hambre que surgió en los días de Claudio, y que según Lucas fue profetizada por Agabo (Hch.11:28), es mencionada también por Josefo (Ant., XX,2.5).
También Josefo alude a Juan el Bautista y dice de él que "fue un hombre bueno, que exhortaba a los judíos a la virtud, a ser justos entre sí y piadosos para con Dios... Enseñó que el bautismo era aceptable delante de Dios, no con miras a la remisión de ciertos pecados, sino para la purificación del cuerpo, una vez purificada el alma a través de la justicia... Herodes tuvo temor de su poder de persuasión sobre las multitudes... y le condenó a muerte..." (Ant., XVIII, 5.2). En uno de los pasajes más interesantes de Josefo se hace referencia directa a Jesús. El texto dice: "Y por aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, si en verdad pudiéramos llamarle hombre; porque fue él un hacedor de obras maravillosas, un maestro de hombres que reciben la verdad con alegría. Llevó tras sí a muchos judíos y también a muchos griegos. Este hombre era el Cristo. Y cuando Pilato le hubo condenado a la cruz, acusado de traición por los principales de entre los nuestros, no se extinguieron aquellos que le amaron desde el principio, ya que al tercer día se apareció de nuevo a ellos vivo, habiendo hablado los divinos profetas estas y otras miles de cosas maravillosas sobre él; y todavía en nuestro tiempo la tribu de los cristianos —así llamados por su nombre—, no ha desaparecido" (Ant., XVIII, 3.3). Este es el texto que ha llegado hasta nosotros y que el mismo Eusebio (260-340) conocía y citó dos veces.
Sobre la base de que este texto ha sido transmitido por cristianos y no por ningún judío, y apelando también al testimonio de Orígenes, según el cual Josefo no creía que Jesús era el Mesías,9 algunos autores consideran esta cita como una interpolación cristiana. Sin embargo el texto viene atestiguado por todas las copias de Josefo que aparecen en el llamado Testimonium Flavianum. Es muy posible, como hace notar F. F. Bruce, que en las palabras de Josefo se encierra una ironía sarcástica sobre Jesús, tal y como era predicado por los cristianos10. Por encima de la polémica textual, resulta evidente que para Josefo Jesús fue una figura histórica, un obrador de milagros, hermano de Santiago, uno que se presentó ante el pueblo como el Mesías, el fundador de "la tribu de los cristianos" —de una secta que creía que su líder había resucitado de los muertos—.
A principios de la década de los cincuenta de nuestra era, el historiador pagano Thallus —según testimonio del cronista Julio Africano—, en su tercer libro sobre la historia de Grecia en Asia, hace referencia a la oscuridad que invadió la tierra cuando murió Cristo. Aunque Thallus pretende explicar el hecho diciendo que se trató de un eclipse, es evidente que ya a mediados del siglo I, los relatos evangélicos sobre Jesús son conocidos en Grecia y en la misma Roma. Publio Cornelio Tácito (55-120), el gran historiador romano, al escribir la historia de Nerón se hace eco de la acusación que el emperador lanza contra los cristianos de haber sido los causantes del incendio de Roma, y aprovecha la ocasión para escribir que los cristianos deben su nombre a un tal Cristo, ejecutado por el procurador Poncio Pilato. Añade, además, que la "perniciosa y supersticiosa" secta se infiltró también en Roma desde Judea11. Es muy posible que, como historiador, Tácito hubiera consultado la información que sobre Jesús Pilato enviaría a Roma. También el historiador Suetonio (75-150), en su Vida de Nerón (XVI, 2), refiere que "el castigo cayó sobre los cristianos, una clase de hombres adictos a una novedosa y perversa superstición", y culpables del incendio12. En el Museo Británico se conserva el manuscrito de una carta de la tercera mitad del siglo I, escrita por Mara Bar-Serapion, un sirio, que desde la cárcel escribe a su hijo sobre las desgracias que sufrieron los que despreciaron la sabiduría de Sócrates, Pitágoras y Cristo —"aquel sabio rey, muerto por los judíos..."—. Todos estos ejemplos, y otros más que podríamos aducir de autores paganos, si bien son parcos en cuanto a información sobre la doctrina cristiana, ponen bien claro de manifiesto la realidad histórica de Jesús y su muerte bajo Poncio Pilato.
Por otro lado, la abundancia de documentos antiguos sobre los textos del Nuevo Testamento es considerable. No hay otro libro antiguo que posea tantos documentos acreditativos de su autenticidad e integridad. También en este aspecto el Nuevo Testamento es un libro único. El número de manuscritos griegos, contabilizados hasta la fecha sobre el Nuevo Testamento, se acerca al de cinco mil. Podemos, ciertamente, hablar de una transmisión excepcional, tanto por la cantidad de documentos, como por el grado de fiabilidad de los mismos. La historia de la transmisión de los documentos del Nuevo Testamento nos muestra un proceso extraordinario de sedimentación textual del mensaje del cristianismo, sin paralelo con ningún otro libro. Por su abundancia, antigüedad y fiabilidad, el legado de manuscritos que actualmente obra en nuestro poder, constituye una base sólida para poder afirmar que poseemos la práctica totalidad del texto original de los libros canónicos. Podríamos incluso decir que tocamos los documentos originales. Las variantes textuales que aparecen en muchos de los manuscritos, son secundarias, y en modo alguno afectan la esencia y el corazón de la fe revelada. A modo de contraste, resulta sumamente elocuente establecer una comparación con algunos libros famosos de la antigüedad. Así, de Tucídides (c.460-400 a.C.) y Herodoto (c.480-425 a.C.), los renombrados historiadores griegos, apenas si nos ha llegado algún que otro insignificante papiro de principios del primer siglo de nuestra era. El documento más útil de estos autores data del siglo décimo —es decir, de unos 1.300 años después que se escribiera el texto original—. De la famosa Guerra de las Galias, escrito por Julio César entre los años 58 y 50 antes de Cristo, de los diferentes manuscritos que se conservan, sólo unos nueve o diez tienen verdadero valor textual, y de éstos, el más antiguo, es de principios del siglo décimo de nuestra era.
Las evidencias que avalan y corroboran la Biblia son muchas e importantes. De todos modos la fe cristiana no se fundamenta en la evidencia de unos hechos probados, como sería el testimonio de los datos arqueológicos o la realidad de unos hechos históricos —por muy científicos que éstos puedan ser—, sino que los contenidos de la fe cristiana, por encima de todas las demás pruebas y verdades que los corroboran, vienen testimoniados nada menos que por el propio Espíritu de Dios, inspirador de la Biblia y autor de la fe. El Espíritu Santo "da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Ro. 8:16). En lo profundo del corazón el Espíritu da testimonio al creyente de la verdad del Evangelio y hace que nuestra vivencia de fe en Cristo, en su persona gloriosa y en su obra maravillosa de salvación, constituya una sólida experiencia espiritual. El creyente sabe en quién ha creído y por encima del dato y testimonio objetivo, tiene el testimonio del Espíritu, autor y garante de la Revelación y de la vida espiritual del cristiano.
La Biblia: el libro más leído y de más influencia en occidente.
De la Biblia no sólo podemos afirmar que es el libro que posee un mayor número de documentos y testimonios acreditativos, sino que se distingue, además, por otras notas genuinamente únicas. La Biblia ha sido y es el libro más leído en el mundo. Anualmente se imprimen más de seis millones de ejemplares completos; a los que hay que sumar una cifra superior de Nuevos Testamentos y un porcentaje de porciones bíblicas por encima de los cuarenta millones.13 La Biblia es el libro que ha sido traducido a más lenguas: a más de 1.300. De ningún otro libro puede decirse esto. En sus diferentes traducciones, la Biblia es actualmente accesible al 95% de la población mundial (en el supuesto, claro está, de que no se registraran índices de analfabetismo). De ningún otro libro puede decirse esto. Gracias a la abnegada entrega y vocación de los traductores de la Biblia, muchos son los pueblos y tribus que tienen alfabeto y lenguaje escrito.
Evidentemente la Biblia, además de su inestimable valor religioso y espiritual, ha sido y es medio de cultura y progreso. Las nociones sobre Dios, el hombre y el mundo que se contienen en la Revelación, han contribuido decisivamente en la fundamentación y desarrollo de las ideas metafísicas de occidente. De la misma ciencia, A.N. Whitehead dice que su nacimiento se debió a la fe cristiana en la regularidad de la naturaleza, fundamentada, a su vez, en el concepto bíblico de Dios.14 Como resultado del conocimiento de las Escrituras —propiciado por las traducciones de la Biblia en tiempos de la Reforma—, se opera en Europa una inquietud científica de efectos revolucionarios. Sobre este particular hemos de constatar una importante distinción entre la mentalidad medieval y el cristianismo que siguió al redescubrimiento de la Biblia. La mentalidad que condenó a un Copérnico o a un Galileo, de tal modo se había identificado con el pensamiento de Aristóteles, que incluso las teorías físicas y astronómicas del Estagirita llegaron a considerarse como formando parte del cuerpo perenne de verdades cristianas incuestionables. En realidad, pues, el tema que se debatía en los tribunales de la Inquisición no era la verdad de la Biblia, sino la verdadde Aristóteles.
¿En qué sentido puede decirse que la Biblia contribuyó de un modo decisivo a la revolución científica del siglo XVII? No por su contenido —la Biblia no es per se un libro de ciencia, aunque haya ciencia en sus páginas—, sino por haber infundido en el hombre cierta actitud con respecto a la realidad sin la cual no es posible la ciencia. A pesar del relativo realismo aristotélico, la mentalidad griega se movía dentro de los esquemas jerarquizados de las ideas de Platón. El mundo de aquí bajo —el mundo que podríamos denominar científico— para el griego era el mundo de la banausía (banausia), la esfera de la actividad de los esclavos —los "instrumentos animados"—. La esfera de la banausía comprendía todas las actividades mecánicas y utilitarias de los diferentes oficios y tareas manuales sobre las que se estructuraba la vida cotidiana. Para Jenofonte, las artes de la banausía implicaban un estigma social y una deshonra.15 En el diálogo Gorgias, Platón —en boca de Calicles— condena la bajeza de la banausía, y exhorta al aristócrata griego a no casarse con la hija de aquél que se ocupa en trabajos manuales —aún por útiles que éstos sean a la república—.16 Aristóteles, por su parte, dice que el poder señorial es propio del que no sabe hacer las cosas necesarias, pero las sabe usar mejor que sus subordinados; el saber hacerlas es propio de los siervos —la gente destinada a obedecer—.17
La antigua concepción deductiva del conocimiento y la noción de banausía —que en líneas generales se mantuvo a lo largo de toda la Edad Media— distaba mucho de constituir un marco apropiado para la ciencia. Con la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas, el hombre descubre un propósito teocéntrico en su vida y adopta una actitud nueva ante la banausía y el mundo en general. A la luz de la Revelación, todas las actividades y tareas del hombre son dignas, honorables e incluso medio y vehículo para la gloria del Creador. La obra redentora de Cristo y el propósito divino de la creación, afectan no sólo al ser del hombre, sino también al mundo del hombre. Tan íntima es esta vinculación, que incluso lo temporal entra a formar parte de lo redimible. El cristiano no puede desentenderse de la banausía, de lo de "aquí abajo": lo temporal, lo secular, es la esfera de la vocación del hijo de Dios —la circunscripción en cuyos horizontes ha de plasmarse, de algún modo, el propósito y voluntad divinas—. En consecuencia, el mandato cultural de sojuzgar y controlar la tierra18 —con sus evidentes implicaciones científicas—, el hombre ha de realizarlo movido por un profundo sentimiento de vocación.
Esta nueva actitud ante el mundo hace que el hombre se acerque a la naturaleza con mirada confiada. La naturaleza invita al hombre a glorificar a Dios a través de nuevos logros de conocimiento, a través de una incesante conquista de sus arcanos y secretos. Hacer ciencia es, de algún modo, descubrir a Dios en la creación, es buscarle a través de sus obras. Es así como hemos de entender el espíritu científico de los hombres del siglo XVII. Isaac Newton, la gran figura de este siglo, escribió su famosa obra Principia Mathematica (1687), a modo de comentario científico a las palabras del Salmo XIX: "Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos". Robert Boyle, el padre de la química moderna y miembro fundador de la célebre "Real Sociedad de Londres para el fomento del conocimiento natural", simultaneaba sus investigaciones científicas con el estudio de la teología y las lenguas originales de la Biblia; dedicó una buena parte de su vida a la traducción de las Sagradas Escrituras a diversos idiomas. Por su parte, John Ray, el padre de la moderna ciencia botánica, realizó sus investigaciones —nos dice—, movido por el deseo de encontrar en la naturaleza los destellos de la verdad gloriosa que había descubierto en la Biblia. El título de una de sus obras más conocidas, La sabiduría de Dios en las obras de la creación, es, ya de por sí, elocuente. Debe reseñarse, también, que a mediados del siglo XVI el teólogo luterano A. Osiandro escribió un prólogo y preparó la edición de la célebre obra de Copérnico De revolutionibus orbium.
Desde el célebre e influyente Colegio de Ginebra, a las universidades de Harvard, Brown, Princeton y Yale, la fundación de los primeras instituciones de enseñanza superior —según una concepción moderna—, fue obra e iniciativa de hombres de la Biblia. Y es que la aprehensión de la verdad de Dios hace ineludible el imperativo cultural. De ahí que con fundamento pueda hablarse de la pragmaticidad del conocimiento revelado. Esto lo descubrimos incluso en un teólogo tan inmerso en los "decretos de Dios" como Juan Calvino, que dio pruebas de una sorprendente implicación en tareas, actividades y propuestas públicas de innegable valor práctico y social —como la reglamentación de todo un conjunto de normas para el servicio de recogida de basura, ordenación de un cuerpo de policía y de bomberos, y la disposición de una normativa de seguridad para la construcción de edificios y viviendas en Ginebra—. Fue también a instancias de Calvino que el Consejo de Ginebra, por primera vez en Europa —y posiblemente en el mundo—, aprobara y pusiera en práctica una legislación social de ayuda a los parados y a los refugiados. Las famosas sederías de Ginebra, que tanto favorecerían a la economía helvética, se fundaron por iniciativa de Calvino.
La genuina aprehensión de la verdad bíblica comporta preocupación y compromiso por la realidad temporal. Injusta es la crítica que ad nauseam se esgrime contra el cristianismo bíblico como freno y rémora al progreso social, económico y científico. La valoración objetiva del impacto de la Biblia en la cultura y progreso de occidente desmienten radicalmente tales alegaciones. La influencia de la Biblia en todos los órdenes y esferas de la vida y cultura occidental constituye un hecho evidente e incuestionable. Karl Jaspers, pensador agnóstico, afirma que por vivencia religiosa no es cristiano, pero si que lo es por cultura. "Todos los occidentales, escribe, somos cristianos, porque hemos sido moldeados en este ámbito, movidos en nuestra alma por la procedencia, determinados en nuestras resoluciones y proyectos, porque estamos llenos de imágenes e ideas que se remontan a la Biblia.19 Es por esta influencia de las Sagradas Escrituras en la vivencia espiritual y en la cultura, que en la mayoría de las universidades del mundo protestante se estudia la Biblia como asignatura de currículo.
La Biblia: el libro de la dimensión espiritual del hombre.
El carácter único de la Biblia no se establece por su considerable y decisivo impacto en la cultura, sino que radica, por encima de todo, en su amplia y profunda significación espiritual. El no creyente en la Revelación, presto siempre a reivindicar la objetividad y realidad del hecho empírico, daría muestras de inconsecuencia e incongruencia si se negara a reconocer que hay un "hecho", un "hecho" que está ahí: el "hecho" de la creencia. No podrá explicarlo desde los esquemas de su radical cientificismo factual; pero, en definitiva, no puede negar el "hecho" de que algunos creen. Este "hecho" se identifica y se explica sobre la base de los contenidos sobrenaturales que se constatan en la Biblia. Citando de nuevo a Jaspers: "Ni la fe en la Revelación ni la Revelación misma son hechos constatables inequívocamente, con los que se pueda proceder como con cosas de las que ocurren en este mundo. Por eso, el impacto producido por la fe revelada es fundamentalmente distinto del producido por el contenido de los sistemas humanos, de las filosofías o de las ciencias".20
Incontables son las "cabezas pensantes", tanto en la filosofía como en la ciencia que han dado testimonio del "hecho" de fe. Legiones son los mártires que han dado sus vidas en testimonio del "hecho" de la fe. E incontables son los hombres y mujeres que en el curso de los siglos han dado testimonio de la realidad del "hecho" de su fe. No porque los esquemas y enfoques del naturalismo positivista y empírico sean incapaces de encasillar el "hecho" de la creencia, se puede negar la realidad de la misma. Tal negación supondría la negación de un "hecho" que está ahí —por más que se resista a los enfoques del cientificismo empírico y racionalista—. La Biblia es el libro que explica este irreductible "hecho" —el "hecho" de la creencia, el "hecho" de la vida del hombre con Dios—.
Casiodoro de Reina, el traductor de la Biblia al castellano, se refiere a las Escrituras como "divina luz". "La fuente de esta divina luz, añade, es el mismo Dios... Los misterios de la verdadera religión quieren ser vistos y entendidos de todos, porque son luz y verdad; y porque siendo ordenados para la salvación de todos, el primer grado para alcanzarla necesariamente es conocerlos".21 Por su parte los que prepararon la Revised Standard Version de la Biblia inglesa, así se expresaron: "La Biblia es más que un documento histórico que ha de ser conservado. Es el testimonio del obrar de Dios con el hombre, de su propia Revelación y voluntad. Recoge la vida y obra de aquél en quien la palabra de Dios se hizo carne y habitó entre los hombres".22 Toda la Biblia, desde las primeras páginas del Génesis a las últimas del Apocalipsis, apuntan y dan testimonio de Aquél de quien Juan el Bautista dijo: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn. 1:29). La Biblia proclama la salvación del hombre por Jesucristo, el Hijo encarnado de Dios, a través de su muerte en la cruz. Aquí se encierra la sabiduría revelada de la Biblia, y que el Apóstol Pablo expresa así en su Primera Epístola a los Corintios (1:18-24):
“18 Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios. 19 Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos. 20 ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? 21Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación. 22 Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; 23 Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; 24 mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.”
La aceptación cristiana de la revelación bíblica, objeta el no creyente, responde y se fundamenta en una actitud de fe, que excluye y margina los planteamientos racionales y los enfoques empíricos. La interpretación del mundo y de sí mismo, el creyente la hace sobre los principios y presuposiciones que descubre en la Biblia, mientras que el no creyente pretende fundamentar su interpretación de la realidad y de sí mismo a la luz de los enfoques y conclusiones de las llamadas ciencias empíricas. En un caso, se dice, se apela a la fe, y, en el otro, a la objetividad y evidencia de lo dado y factual. Esta disyuntiva radical entre creencia y objetividad es errónea. La fe —en un sentido general— no es recurso único de los creyentes; también en el no creyente podemos constatar un importante ingrediente de fe en sus planteamientos básicos. Sin ciertos presupuestos que se aceptan como válidos, sin la creencia en unos determinados puntos de partida que se asumen como verdaderos, ni la filosofía ni la ciencia irían lejos en sus planteamientos. Obramos y pensamos, veinticuatro horas al día, bajo el motor y estímulo de la creencia. Sin fe la vida sería imposible para el hombre. En todos los órdenes y aspectos de la existencia el ser humano recurre a las expectativas de la creencia. Creemos que mañana saldrá el sol, que el orden de cosas en el que estamos inmersos no se verá alterado, que las estructuras de nuestro ámbito familiar y social se desarrollarán según el curso esperado, que el metro o el tren nos llevarán a la estación de destino y el ascensor al rellano de nuestro piso.
La filosofía construye sus estructuras de pensamiento sobre determinadas presuposiciones cuya validez descansa en la creencia y no en una pretendida auto-evidencia. El sistema filosófico de Hegel, por ejemplo, admirable por su racionalidad y coherencia lógica, descansa en unas presuposiciones que, como bien dice B. Russell, son totalmente falsas. Los hegelianos, sin embargo —que no son pocos—, creen y aceptan estos supuestos filosóficos. El marxismo, por su parte, se presenta como método científico de interpretación de la realidad; sin embargo su punto de partida se fundamenta en una concepción dialéctica y materialista de la realidad que sólo sobre la creencia —creencia de que estos supuestos son verdaderos— encuentra su motivo de aceptación. Pero incluso el escepticismo y el agnosticismo se instalan en una actitud de creencia para mantener y defender sus tesis. El escéptico cree que el logro de la verdad no es posible, mientras que el agnóstico cree imposible el conocimiento de lo sobrenatural y divino.
Pero tampoco la ciencia sería posible al margen de una actitud de creencia: creencia en la regularidad de la naturaleza, en la necesidad, continuidad y vigencia de sus leyes. Para el creyente la regularidad de las leyes del universo se fundamenta en el hecho de que todo ha sido creado por Dios. "Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios" (He. 11:2). Como creación de Dios, tanto el mundo como el hombre sólo pueden ser conocidos a partir de Dios mismo. Dios y su revelación son el presupuesto previo y el punto de partida de un conocimiento genuino de la realidad. Sin Dios como punto de partida de todo conocimiento válido, el ser humano vive en el engaño de unas "ultimidades" que no son tales —como puedan ser la razón humana o el a priori de la bruta factualidad—. Ni la religión, ni la filosofía, ni tampoco las ciencias pueden eludir alguna forma de presuposicionalismo como fundamento y punto de partida de sus planteamientos y construcciones. No sólo, pues, el cristianismo, parte de unas presuposiciones de creencia, también las ciencias y demás disciplinas del espíritu se construyen y se desarrollan sobre la base de presuposiciones de creencia —de unos puntos de partida revestidos de la validez que les otorga la creencia—.
Objetar al cristiano que su vida y su visión de la realidad se fundamentan en presuposiciones de creencia, supone falta de rigor argumentativo: también los no creyentes, en todos sus planteamientos, parten de presuposiciones de creencia. La diferencia está en el origen y en la naturaleza de estas presuposiciones. Las presuposiciones del cristiano se fundamentan en el dato y contenido de la Revelación Divina, en la Biblia; mientras que para el no creyente las presuposiciones sobre las que se levantan sus elaboraciones y construcciones descansan en unos puntos de partida que él mismo ha establecido y a los que ha otorgado —como resultado de una fe humanística— validez última. La cuestión, pues, no es si unos tienen o no tienen presupuestos de creencia, ya que tanto creyentes como no creyentes los tienen, sino que lo importante y decisivo es saber cuál es el origen de estas presuposiciones de creencia y qué tipo de presuposiciones de creencia escapaz de elaborar una respuesta verdadera a los enigmas e interrogantes de la realidad. Para el cristiano, el origen de sus presuposiciones de creencia es Dios mismo —el Dios que habla y se revela—; y en el presuposicionalismo biblico, fundamentado en esta revelación, el cristiano encuentra la única y genuina respuesta válida a todas las cuestiones trascendentales sobre su propio ser y sobre el mundo.
David Estrada Herrero
Mayo de 1996
Este artículo constituyó el texto de una conferencia que bajo el título de LA FIABILIDAD DE LA BIBLIA fue impartido a un grupo de estudiantes en San Cugat (Barcelona), en mayo de 1996. En mayo de 1999 el texto fue ampliado y publicado en una edición especial de TU REINO.
Si deseas hacer algún comentario a este estudio, puedes dirigirlo a la siguiente dirección de correo electrónico: carlosortsgmail.com
* Este artículo, que fue publicado en la revista TU REINO, editada por la Iglesia Presbiteriana Reformada de Sevilla, se transcribe en su totalidad en esta web con los permisos del autor Don David Estrada y de la Iglesia Presbiteriana Reformada de Sevilla.
El contenido corresponde a una conferencia pronunciada el 17 de mayo de 1996, en la Casa de la Cultura de Sant Cugat (Barcelona), y organizada por la Església Evangèlica de Catalunya, con la colaboración del Ayuntamiento de Sant Cugat. (Por limitaciones de tiempo no se detallaron las referencias arqueológicas que aquí se contienen).
** El autor es profesor de la Universidad de Barcelona. Está licenciado en Teología por el Westminster Theological Seminary (Philadelphia).
1 C.S. Lewis, The Screwtape Letters, Macmillan, New York, 1956, p. 11-14.
2 Karl Jaspers, La fe filosófica ante la Revelación, Editorial Gredos, Madrid, 1968, p. 93.
3 Is the Bible fact or fiction?, December 18, 1995.
4 The Search for Jesus, April 8, 1996.
5 Werner Keller, Y la Biblia tenía razón, Ediciones Omega, Barcelona, decimoquinta edición, 1977.
6 B. Gustafsson, New Testament Studies iii, 1065-57, 65 y ss.
7 Clara referencia a Mateo 5:17.
8 F.F. Bruce, The New Testament Documents — Are they reliable? Wm. B. M. Eerdmans, Grand Rapids, Michigan, 1962, p. 101.
9 Orígenes, Contra Celsum I,47; Comm. im Matt, X,117.
10 Véase F.F. Bruce, op. cit., 109 y ss. En este capítulo el erudito inglés analiza con detalle la problemática que plantea la interpretación del texto, especialmente las palabras en bastardilla.
11 Anales, XV, 44.
12 Para más información, véase la bibliografía de F.F. Bruce en op. cit., cap. X.
13 Para el año de 1966, la Enciclopedia Britannica (1969) constata estos datos concretos: número de Biblias impresas: 5.125.710; número de Nuevos Testamentos impresos: 5.379.673; cifra de porciones bíblicas impresas: 35.860.000. Las estadísticas publicadas posteriormente por las diferentes Sociedades Bíblicas mundiales constatan un considerable incremento del número de ejemplares.
14 Science and the Modern World, Pelican, 1938, London, cáp. I.
15 Econom., 203.
16 Gorgias, 512,b.
17 Política, III, 4, 1.277 ss.
18 Génesis, 1,21.
19 La fe filosófica ante la Revelación, 40.
20 La fe filosófica ante la revelación, 43. "La fe revelada está en sus expresiones llena de contradicciones para el pensamiento racional, y tanto en el obrar como en el 'existir' se manifiesta a través de incompatibilidades. Mas estas contradicciones e incompatibilidades se convierten en elemento de la fe, se las acrecienta y se las hace conscientes desde el credo, quia absurdum, de Tertuliano, hasta la paradoja kierkegaardiana, a la fe por medio del absurdo. Y así, la revelación revela, pero de tal manera que oculta", ibid., 99. Jaspers, como tantos otros críticos de la fe cristiana, intenta reducir la creencia y los contenidos de Revelación a posturas extremas de irracionalismo. Hay ciertamente en la fe una dimensión de sabiduría divina que es escándalo a la mente natural, pero también hay en la fe una dimensión racional por la cual se puede "dar razón de la misma".
21 "Amonestación al lector", prefacio a la Biblia del Oso, 1569.
22 Prólogo de la Revised Standard Version (1946-1952).
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